En uno de sus viajes interplanetarios, el Principito llegó a un planeta muy singular. Este planeta estaba hecho completamente de chocolate. El suelo era de chocolate negro, los árboles de chocolate con leche y las montañas de chocolate blanco. Pero lo más impresionante de todo era un imponente castillo en el centro del planeta, construido íntegramente con chocolate belga de alta calidad.
El Principito quedó asombrado ante tal maravilla y decidió acercarse al castillo. Cuando llegó, se encontró con una puerta de chocolate amargo que se abrió suavemente al tocarla. Al ingresar, se sorprendió al ver una corona también hecha de chocolate, descansando sobre un cojín de chocolate blanco en el centro del castillo.
El Principito se acercó cuidadosamente a la corona y la tomó en sus manos. Era una obra maestra de chocolate, con detalles intrincados y adornos delicados. Decidió llevarla consigo como un tesoro especial.
Mientras exploraba el castillo de chocolate, conoció al habitante de este dulce planeta, un rey amable y sabio cuyo trono estaba hecho de chocolate negro. El rey le explicó que su misión era cuidar de su mundo de chocolate y compartir la belleza y la alegría del chocolate con los viajeros como el Principito.
El Principito pasó un tiempo en el planeta de chocolate, disfrutando de las delicias dulces y aprendiendo sobre el arte de hacer chocolate con el rey. Después de un tiempo, sintió que era hora de continuar su viaje y compartir la corona de chocolate con otros para llevar un poco de felicidad a sus vidas.
Con la corona de chocolate en la mano, el Principito dejó el planeta de chocolate, pero siempre recordaría la dulzura y la amabilidad que encontró allí. A medida que visitaba otros planetas y compartía su tesoro de chocolate, también compartía las historias de su aventura en el planeta de chocolate y cómo un rey amable y su corona de chocolate le habían enseñado a apreciar la dulzura de la vida y la importancia de compartir la alegría con los demás.
¿Te imaginas un mundo de chocolate?